Jorge Mario Bergoglio, como se llamaba antes de acceder al solio pontificio con el nombre de Francisco, ha entusiasmado por su talante, sencillo, directo, nada euro-céntrico, dispuesto a combatir la corrupción vaticana y el derroche de una Iglesia que un día se concibió como amparo del necesitado. Pero la carga de profundidad implícita que comportaba su elección en marzo pasado va dirigida a América Latina.