Para La Habana es un negocio redondo. Pone los terrenos y unas instalaciones anticuadas, venidas a menos por falta de uso, y obtiene tres refinerías modernas, una planta de regasificación y otras de amoníaco y urea. Para Caracas no lo es tanto. Asume obligaciones por más de $15,000 millones a cambio de una participación en una plataforma industrial que no necesita y que, en vez de brindarle beneficios tangibles, le resta capacidad para financiar las obras requeridas en Venezuela para apuntalar su alicaída industria petrolera.